Por experiencia sé que el día que menos ganas tienes de entrenar es el que más lo necesitas. «Hoy no me apetece entrenar, ni ir al gimnasio, ni salir a correr. De hecho, tengo un millón de cosas por hacer». ¿Quién no ha pronunciado una frase parecida alguna vez en su vida?

Como entrenador personal he visto que los alumnos me llegan muy cansados y estresados, y es justo el ejercicio el que les da un desahogo, una forma de canalizar ese estrés y equilibrar un poco el cansancio psicológico con el físico. Es más, estoy convencido que una de las obligaciones del entrenador personal es la de obligar. Y yo soy el primero en obligarme, porque también yo tengo mis días malos, no vayas a creer que no. Y sé que justo cuando trabajo esos días lo agradezco más. Además de la satisfacción producida por por la liberación de endorfinas, la satisfacción que da el deber cumplido es diez veces la de cualquier otro día.

Lo que pasa es que la mayor parte de las veces que decimos que estamos demasiado cansados en realidad nos estamos refiriendo a cansancio psicológico, mental. Por el contrario, el cansancio físico puede ser mínimo o inexistente, lo que provoca un desequilibrio en tu interior. Lo eliminarás si haces ejercicio. De ese modo tu cuerpo, y no sólo tu mente, necesitará también descansar, lo que te ayudará a regular el sueño.

De ese mismo modo, durante la sesión las endorfinas te ayudarán a descubrir un enfoque más positivo a tus problemas. Te pongo un ejemplo: conozco mucha gente que, cuando no puede con un problema, sale a correr. Durante la carrera hay más posibilidades de encontrar la solución que si te quedas sentado delante del televisor dándole vueltas y más vueltas a lo mismo.

🙂 La cara cambia después de entrenar

Una de mis tareas favoritas en el gimnasio es la de recepción. Es ahí donde aprendo a ver la diferencia entre las caras de la gente cuando entrenaba y cuando salía del recinto. La diferencia era tan evidente que cuando una persona viene a quejarse por algún motivo o pedir la baja, procuro hablar con ella después del entrenamiento con la excusa de ir rellenando el respectivo papeleo. El talante con el que salía era mucho más amable. Sin duda, había aligerado todas las cargas mentales acumuladas durante el día. Este es un claro ejemplo de por qué los días malos son los mejores días para entrenar.