Los músculos, al igual que todos los aparatos mecánicos que soy capaz de imaginar, consumen un combustible para realizar cada contracción requieren disponer de un compuesto químico que procede de los alimentos después de digeridos y procesados. Para lograr transformar esa energía química en energía mecánica, es decir, en movimiento, el músculo cuenta con unas características físicas especiales que varían según la vía escogida (la aeróbica y la anaeróbica).

El músculo está conformado por una serie de fibras que a su vez están compuestas de miofribrillas. Así, el aumento de tejido muscular no conlleva un aumento en el número de fibras, sino de la cantidad de miofibrillas que hay en cada una de ellas. Al contrario, las fibras musculares, si no se utilizan, lejos de aumentar en número van desapareciendo, por eso es importante no caer en la atrofia. Con el entrenamiento no solamente se mantiene intacto el número de fibras, sino que aumenta el tamaño, y por tanto de calidad y capacidad.

Así las cosas, existen dos grandes tipos de fibras musculares (contracción lenta y contracción rápida), que se encuentran presentes en todos los músculos del cuerpo, más allá de que el reparto varía. Los músculos que requieren una acción más rápida y que por lo general son más pequeños tienen más fibras de contracción rápida, como es el caso de la musculatura que cierra los párpados y los músculos más grandes, son más ricos en fibras de contracción lenta, como es el caso de los glúteos.

Además, el reparto de estas características varía en cada individuo, todos tenemos una predisposición genética a desarrollar mejores trabajos de fuerza o de resistencia, en función del predomino de fibras musculares que tengamos. Eso no significa que estemos marcados, porque las adaptaciones que podemos realizar son bastante notables. Salvo que quieras competir en alto rendimiento, la predisposición genética es muchas veces sólo una anécdota en este caso concreto.